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I
La lluvia repiqueteaba por mi capa, y se clavaba como cuchillos en mis manos descubiertas, que cogían las riendas del caballo. La tromba entorpecía mi campo de visión, y apenas dejaba ver las sombras de algunos siniestros árboles que se sumían ante nosotros. Su ensordecedor ruido solo era interrumpido por los truenos que acompañaban, segundos después, a los rayos, cada vez más próximos.
Esa era la segunda noche de viaje, del que iba a ser un breve viaje. Me dirigía a Madrid para el simposio anual de médicos españoles, un evento al que no faltaba desde hacía años y el más esperado por todos los doctores. Allí se compartían los más recientes avances médicos de toda Europa. Estar a la última en remedios siempre causaba buena impresión entre los viejos y nuevos pacientes. Como esta vez me encontraba en Granada de visita a los padres de mi mujer, en vez de estar Barcelona, cogí una ruta diferente. Mi esposa y mi hija se quedaron atrás, en Granada, ayudando a sus padres con el negocio familiar. En noches como las que me encontraba, me alegraba saber que ellas podían pasar la noche junto al fuego, y no en la intemperie, como mi mayor temor me indicaba.
Mi corcel galopaba a una velocidad constante, él también deseaba hallar cobijo pronto; sin embargo, ese camino de tierra —ahora fango— parecía no tener final, y ambos nos encontrábamos ya agotados.
Antes de que la desesperación se apoderara de mí, oí el traqueteo de unas ruedas justo detrás de mí. Cuando me giré, allí no había ningún carruaje ni carro que pudiera socorrerme, tan solo el vacío. Un vacío ensordecedor, más incluso que la lluvia, que me retornaba la mirada. Aunque mi vello se erizara de los pies a la cabeza y mi caballo resollara nervioso, otorgué ese insólito episodio a una ensoñación provocada por el temporal, y no le di más importancia.
II
Dejé atrás los árboles para adentrarnos hacia una valle llena de campos de cultivo y olivares. Que bonitas vistas hubiera tenido si no fuera por ese maldito tiempo, pero aun mi espíritu se animó, pues encontrar conreos significaba encontrar una población cercana.
Y así fue. A medida que me adentraba, las chozas se convertían en casas y cortijos. Mi lámpara apenas iluminaba el camino, así que bajé del caballo y llamé en cada una de sus puertas. A pesar de ver las luces candentes que atravesaban las ranuras de los pórticos, nadie se dignó a abrir su hogar a un cansado viajero. Puerta tras puerta, solo había silencio. ¿Dónde quedaba la hospitalidad del sur?
Desamparado, no tuve más remedio que esperar debajo del portal de una pequeña iglesia situada en la parte alta de la aldea. Mientras descolgaba mi equipaje de la montura para aligerar la carga del caballo, volví a oír un ruido que interrumpía la tormenta. Parecían murmurios lejanos, que se acercaban hacia mi posición. Fui discerniendo una voz, dos voces, quizás tres, y el crujir de la tierra al entrar en contacto con unos pesados zapatos. Me asomé y vi a tres figuras, una larguirucha y otras dos robustas que se tambaleaban por la calle, haciendo jolgorio. A medida que se acercaban a la iglesia, pude distinguir sus rosadas mejillas y las botellas de vino que llevaban en la mano.
No me dieron muy buena espina, así que permanecí escondido detrás de los matorrales, a la espera de que siguieran su camino. Mi caballo me traicionó cuando relinchó y llamó la atención del grupo de borrachos.
—¡Quién anda ahí! —balbuceó uno.
—Antonio, tonto, habrá sido la gata de la Paca, que está en celo— se mofó otro.
Oí como se acercaban hacia la puerta de la iglesia. No quería que pensaran que era un mendigo miedoso, así que salí de mi escondite y me planté frente a ellos.
Al verme, callaron de golpe, paralizados. Uno de ellos, el más alto y corpulento, dio un paso adelante para verme mejor, hizo una señal a los otros y se echaron a reír.
—Señor, ¿qué hace usted por aquí en una noche tan terrible? ¿Se ha perdido quizás? —Preguntó a gritos y con humor el primero joven, que parecía el jefecillo del grupo.
—Verá, iba de camino a Alcalá la Real cuando esta maldita tormenta interrumpió mi travesía —Cogí las riendas de mi caballo y me acerqué más a ellos. —¿Quizás ustedes podrían darme cobijo para esta noche? O al menos hasta que la lluvia cese.
—Hombre, pues claro señor, ¡véngase con nosotros! —Me cogió del hombro y acercó su botella de vino a mí. —Tome un trago, le calentará el cuerpo y el espíritu hasta llegar a casa.
Antes de llegar a su casa, ya me había acabado lo que quedaba en la botella.
III
La familia de Damián, el cabecilla del grupo, me acogió con los brazos abiertos. Después de darme nuevas prendas, me invitaron a una cena de andrajos, galianos y, por supuesto, pan rebañado con aceite de oliva. La comida, la ropa, el fuego y la buena compañía me devolvió el calor en el cuerpo.
La madre de Damián, la señora Moya, era una excelente cocinera y conversadora. No permitía que el comedor se quedara en silencio ni por un segundo. Preguntó por mi esposa, mi negocio y mis parientes. Intentó sonsacarme toda la información posible, y cuando no pudo más, me explicó toda su vida. El señor Moya, más reservado, asentía a los comentarios de su mujer y corregía detalles de sus anécdotas, haciendo que iniciaran una nueva conversación entre ellos dos para ver quién tenía razón.
Damián se reía mientras rebañaba el plato hasta dejarlo limpio. Con la luz de los candiles, podía apreciar de manera más clara a aquel joven que muy buenamente me había acogido. Era un rapaz alto y robusto, con nariz aguileña. Su barba desaliñada dejaba entrever sus mejillas sonrojadas por el vino y sus hoyuelos amistosos cuando sonreía.
Rápidamente, me convertí en un ávido oyente de una conversación a tres bandas. ¿Quién podría imaginar que en una aldea tan pequeña pudieran ocurrir tantas cosas?
— Y bien, señor Aguilera —interrumpió Damián, golpeándome el hombro —, ¿cómo ha acabado un caballero de ciudad como usted en esta aldea perdida de la mano de Dios?
Ambos parientes se giraron hacia mí, expectantes y un poco sonrojados por haberse olvidado de que tenían visita.
—Estoy de viaje por… negocios. — Se decepcionaron por mi escueta respuesta y añadí:— Debo llegar mañana a Alcalá la Real sin falta para retomar el ritmo.
Se hizo un silencio inusual, como si un espíritu hubiese cruzado por su casa. Me pregunté si mi respuesta los había ofendido de alguna manera, pero no encontraba el porqué.
El primero en romper el silencio fue el señor Moya. Puso su mano callosa en mi hombro y apretó con fuerza.
—Hijo mío, ¿tan importante es ese asunto para ir con prisas? — parecía consternado —. En esta época se hace de noche pronto y puede ser… peligroso.
— Claro, podrías dar un rodeo por los caminos secundarios, son más bonitos que el camino principal—añadió la señora con una inflexión aguda en su voz, intentando disimular su nerviosismo.
Damián dio un golpe en la mesa con su vaso ya vacío.
—Vamos, vamos padres, nuestro amigo debe estar agotado después de tal viaje. Mejor dejémosle que vaya a descansar, seguro que lo necesita —hizo una pausa para sonreírme, y volvió a mirar a sus padres —y nosotros también.
Debía ser ya pasado la medianoche cuando me metí en la cama. Ya con la vela apagada, no dejaba de pensar en la insistencia de la familia Moya. No me dio mucho tiempo a indagar en esos pensamientos, ya que el sueño vino rápido y me quedé dormido mientras la lluvia repiqueteaba contra la ventana.
IV
Me desperté en medio de la noche. Estaba empapado por sudor a pesar de que era una noche fría. Intenté levantarme, pero noté un gran peso en mi pecho. Al encender la vela, vi a un gato negro posado encima de la manta, durmiendo plácidamente.
—¡Fuera! —grité.
El gato bufó, pegó un bote y saltó de la cama. Una mancha negra salió deprisa por la puerta.
No conseguí volver a encontrar el sueño, así que cogí un papel y una pluma y bajé a la cocina. Pensaba escribir una carta a mi mujer, pero, al entrar, bajo la tenue luz de una vela, estaba Damián sentado en la mesa. Acariciando al gato que se había subido en la mesa y, junto a él, un par de botellas medio vacías.
—¡Hombre! ¿Tampoco puede dormir señor Aguilera? — A pesar de su amplia sonrisa, se le notaba cansado. La luz de la vela acentuaba sus ojeras y la sequedad de su piel. —Acompáñeme, una copa de vino y una buena conversación ayudan a aplacar el insomnio.
Me senté en frente. Conversamos un rato de forma amena. Damián, que le gustaba hablar, me contó que estaba de visita en su pueblo natal después de años viviendo en la ciudad condal. Indagando, descubrí que marchó del pueblo joven, pues no podía aguantar más el ambiente opresor del pueblo.
—Ya sabes, en una villa como esta, todo el mundo se entera de todo y nada les gusta más a sus habitantes que criticar a sus vecinos.
A veces, Damián se quedaba en silencio, pensativo. El gato ronroneaba con cada caricia de Damián, hasta que se cansó y se fue a dormir cerca del calor de las chispeantes ascuas de la chimenea.
—Volví porque echaba de menos a mi familia… —En sus ojos se reflejaba cierta melancolía, recordando sus tiempos mozos. Hizo un trago y volvía hablar— y a mis amigos. Aunque algunos ya no siguen con nosotros.
Se santiguó.
—A mí me parecieron bien vivos aquellos muchachos que le acompañaban esta noche. —Intenté avivar el ambiente. —Disculpa mi impertinencia, pero todavía me rio de la cara que pusisteis al verme. ¡Parecía que hubieseis visto un muerto!
—No me refería a esos patanes —rio—. Sí, son buenos amigos, pero son amigos del alma. —Tomó un sorbo de su vino, y yo le seguí.— Ellos murieron hace tiempo, cuando todavía nos consideraban unos niños.
—¿Qué pasó?
Damián se acomodó en su silla.
V
—Verás, hará ya diez años de aquel fatídico evento. Como hoy, era una fría noche de diciembre, ya a finales de otoño, pero nuestros cuerpos jóvenes no entendían de calma. Me encontraba con mis amigos de toda la vida: Juanito y Checho. Amigos de verdad, aquellos con los que compartes familia y penas. Estábamos preparándonos para ir a celebrar el día de Santo Domingo de Silos en Alcalá la Real.
»Aquella noche teníamos muchas granas de ir a celebrar las fiestas. Nuestros motivos no eran exactamente litúrgicos, he de decir. Había unas mozas, primas de Checho, que nos hacían gracias y queríamos tener la oportunidad de bailar con ellas toda la noche. Para mi gusto eran demasiado engreídas, muchachas de ciudad que nos veían como meros campesinos simplones. Yo prefería alguien más como Magdalena, una de sus amigas, trabajadora y humilde. Pocas veces se dejaba ver por Alcalá, pero su familia asistía cada año sin falta. Era una muchacha muy entregada, me pregunto que habrá sido de ella…
Damián parecía sumido en sus recuerdos, ni siquiera se acordaba de que me tenía de oyente. Recuerdos que hacía tiempo que había encerrado y no había vuelto a abrir hasta ahora, que se le presentaban ante él lúcidos. Al girarse hacia mí, se enrojeció y se disculpó por divagar.
—En fin, como ves, teníamos muchas ganas de celebrar Santo Domingo. Por eso me sentó muy mal cuando mi padre me prohibió ir. Estaba subiendo ya al carro cuando vino. Mi padre, allí donde lo ves, trabaja su campo con mucho cariño y esmero, igual que su padre, su abuelo y su bisabuelo. Para él, sus olivos eran su razón de ser, más que su mujer y su hijo. Así que no me sorprendió que, en día festivo como aquel, me ordenara que me quedase para madrugar el día siguiente y trabajar el campo. Quería negarme, quería pelearme hasta conseguir escaparme y disfrutar de las fiestas. Pero sabía que no serviría de nada, porque la voluntad de mi padre es imposible de doblegar. Así que, con la rabia consumiéndome por dentro, bajé del carro. Lo que no sabía en aquel momento era que mi padre me acababa de salvar la vida.
»Aquella misma noche diluvió, como hoy, e intuimos que la llegada de mis amigos se atrasó por su culpa. No le dimos mucha importancia, la verdad. No era la primera vez que ocurría algo similar. Mas de una noche he tenido que hospedarme en casa de parientes cuando iba a vender aceitunas a otros pueblos y llovía. Pero esta vez fué diferente. Al día siguiente, allí por el mediodía, llegaron las malas noticias: hallaron un carro y dos jóvenes estampados en una roca. Eran Checho y Juanito. Yo no los vi, pero me explicaron que sus rostros estaban desfigurados, y sus cuerpos doblados de forma indescriptible — La voz de Damián era un hilillo. Tragó saliva—. Mira, se me pone la piel de gallina con solo recordarlo. Lo pasé muy mal esos días. Me negaba a salir de Villalobos, ni andando me atrevía a ir a la Villa de al lado. No era el único, todo el pueblo estaba muy consternado por esta pérdida, pero creo que a mi me afectó más de lo que pensaba. No podía dejar de pensar en que podría haber sido yo. Yo podría ser uno de esos cuerpos desfigurados. También me imaginaba cómo habría ocurrido aquello. Cómo habrían sido los últimos momentos de Checho y Juanito. Me imaginaba allí, con ellos, contentos por la bebida, explicándonos nuestras últimas conquistas, y de repente los caballos desbocados, nuestras caras a milímetros de una piedra, sin saber que moriríamos.
»Durante los meses siguientes me acompañó un mal augurio. Creía que, al no morir aquella noche, la parca me perseguía para llevarme. Así que estuve días histérico. Por suerte, trabajar el campo día tras día ayudó a calmar mi mente, y poco a poco volví a mi yo normal. Mi padre me decía «trabaja duro y piensa poco», y así fue.
—Entiendo que la gente se alarme por la pérdida de sus vecinos —interrumpí—, pero de aquí a volverse tan esquivos con los visitantes… Los accidentes ocurren, desafortunadamente, pero la vida sigue.
Damián rio bajo la nariz con cierta sorna.
—Ay, querido amigo, no eres el único que pensaba así. De hecho, todo Villalobos olvidó rápidamente el incidente. Y después de un año, al ver que la vida seguía con normalidad, también lo hice yo.
VI
»Aquel año resultó muy abundante. Todos los olivos dieron sus frutos, el tiempo fue favorable. Durante la cosecha, mi madre y yo ayudábamos en el campo, y después me encargaba de llevar las olivas a otros pueblos para venderlas. Fue justo una noche de verano, cuando viajaba con mi carro a Alcalá la Real para vender los víveres en el mercado de los lunes. Ya estaba acostumbrado a viajar de noche y ese era simplemente una más de las muchas anteriores, pero también era la primera vez desde el accidente que pasaba por aquel camino.
»La luna iluminaba el camino. Era una noche despejada y de temperatura agradable. Me dejé llevar por la calidez de la noche y me puse a canturrear una copla mientras bebía de mi bota de vino. Pronto se chafó mi alegría cuando rompió la lluvia. Me puse mi capota y seguí hacia adelante, pues no había ningún cobijo en el camino. El tiempo cada vez empeoraba más. Los rayos me cegaban, y los truenos que venían a continuación, sobresaltaban al caballo, que se negaba a seguir. Debí hacer caso al instinto del animal y huir de allí, pero mi orgullo no lo permitió. Me di cuenta demasiado tarde de que me encontraba muy cerca de los mortales sucesos.
»Seguí hacia adelante sin preocupación por aquella recta que parecía no tener fin, cuando un trueno cayó justo en frente. Entonces lo vi. En medio del destello vi una figura negra, con ojos inyectados de sangre que me miraban fijamente. Era una mirada penetrante que noté en mis vísceras, tanto que sentía ganas de devolver. El caballo, que tenía aquella figura monstruosa delante de sus ollares, alzó sus patas delanteras, hizo un chillido gutural y salió corriendo hacia fuera del camino, arrastrando con él el carro y a mí. Tomé las riendas e intenté dirigir el caballo, pero su miedo era demasiado fuerte. Me giré para ver si aquella criatura nos seguía, pero había desaparecido con la oscuridad, pero aún sentía su opresora presencia cerca.
»Cuando me volví, vi que el carro se dirigía directo hacia la roca. Sí, la misma roca del accidente. Entonces me acordé de Checho y Juanito. De sus cuerpos desfigurados. De su inefable muerte.
»Nos acercábamos más y más, el caballo desenfrenado, loco de miedo, no me hacía caso. En mi último intento por salvarme, salté del carro. Noté como mi hombro se dislocaba con el impacto, y como las piedrecitas se clavaban en mi piel mientras rodaba por el suelo. Escuché un gran estallido. Era el carro que impactó contra la enorme roca. Las astillas saltaron por los aires. El caballo, que había conseguido esquivar la roca, pero que seguía unido al carro por el ataje, cayó de espaldas tras el choque. Quedé aturdido hasta la madrugada siguiente, cuando unos campesinos me encontraron. Desde entonces, nadie ya pasa por aquel camino.
VII
Tras finalizar su relato, Damián me dirigió una sonrisa suave, como quitándole importancia al asunto, pero sus ojos se mostraban turbados, aun dentro de aquellos recuerdos.
—¡Qué relato tan tremebundo! —Intenté romper aquel silencio que había sucumbido entre los dos— Eres muy buen cuenta cuentos, Damián. ¿Has pensado en…?
—¿Acaso sigue sin creerme, señor Aguilera?
—Creo que usted y sus amigos tuvieron un accidente. —Carraspeé.— Estoy seguro de que le infligió un fuerte tormento en su persona vivir tales desgracias de forma tan seguida… Pero tengo que decir que me ha parecido enternecedor que incluyera a un fantasma para unir los dos acontecimientos.
La cara de Damián se tensó.
—¿Cree que no sé lo qué vi? ¿Se ha olvidado de la reacción del caballo? Él también lo vio.
—Los caballos son muy sensibles y reaccionan a las emociones de sus amos. Estoy seguro de que le transmitió su miedo por la tormenta y lo asustó.
El joven me miró con desprecio. Cogió su vaso de vino y le dio un trago. Pronto, sus músculos se relajaron y volvió a su semblante habitual.
—Ya va siendo hora de volver a nuestros aposentos, ¿verdad?
Se levantó hacia la puerta de la cocina y esperó. Me di por aludido, la conversación había terminado. Me levanté y me dirigí hacia las escaleras.
—Buenas noches, Damián.
—Buenas noches, señor.
Por la mañana siguiente, la señora Moya preparó unas rebanadas de pan con aceite de oliva y azúcar para desayunar. Seguía siendo tan amable como la noche anterior. No podía decir lo mismo del joven hijo que, a pesar de su amistosa sonrisa, no me dirigió una palabra en toda la mañana.
Durante el día, acabé de preparar la montura de mi caballo y compré algunas provisiones a los vecinos de la villa para el camino.
No me sentía ya bienvenido en aquella casa, a pesar de la insistencia de la señora madre, así que quise marchar tan pronto como fuese posible. La mujer me preparo un morral lleno de pan y chorizo, que se lo agradecí con un cálido abrazo.
Una vez más, me encontraba galopando con mi caballo, siguiendo el camino que conectaban la ciudad de Granada con la de Alcalá la Real. Estaba soleado, ni una nube manchaba el cielo azul, y los rayos del sol calentaban mi piel agrietada por el frío otoñal. Saludaba a aquellos campesinos que me cruzaba, que alegremente trabajaban cosechando el campo que rodeaba el camino. Todo iba bien.
Entonces divisé una gran roca en la lejanía. «Ah, debe ser allí donde ocurrieron los accidentes». Me hizo gracia pensar que un muchacho corpulento y campechano como Damián pudiera tener una mente tan imaginativa.
Inesperadamente, escuché detrás de mí el ruido de unas ruedas aproximándose a gran velocidad. Estiré de las riendas del caballo y me aparté tan rápido como pude, pero al girarme hacia atrás no había ningún carro.
Cuando me volví, el sol había desaparecido. En su lugar, unos nubarrones negros rodeaban el camino, y no me dejaban ver más allá del hocico del caballo. Intenté seguir el camino, pero pronto me desorienté. Empezó a tronar. Las nubes se iluminaban a lo lejos, formando formas inusuales.
Mis manos empezaron a sudar, y noté una gran presión en mis hombros, como si el cielo cayera sobre mí. Mi pecho empequeñecía y mi respiración se acortaba. Quería cabalgar rápido, salir de ese inhóspito paisaje, pero mi corcel no respondía. Mis manos eran incapaces de arrear con fuerza las riendas. Estaba paralizado. Paralizado de miedo.
De entre la espesa nube vi un ojo. Y después orto. Y otro más. Ojos rojos que me apuñalaban con su odio. Fueron rodeándome, observándome, aprisionándome en su mirada.
Intenté deshacerme de ellos. Empecé a batir mis brazos de forma violenta, como si eso fuera a dispersar las nubes y, con ellas, los ojos. Pero todo esfuerzo fue en vano.
El caballo estaba inmóvil, hechizado. Le arreé una fuerte patada para que se moviera y siguiera adelante. Chilló y empezó a galopar. Le arreé una y otra vez. Más rápido. ¡Más rápido! Seguía sin poder ver nada, quería salir de allí de una vez por todas, fuese como fuese.
Cuando vi la roca ya era demasiado tarde para mí. El caballo frenó en seco y salí despedido por encima de su cabeza, directo hacia el pedrusco.
Lo primero que impactó fue mi nariz, que se hizo añicos. A continuación, mi cara se aplastó contra la fría piedra, dejándola más plana que un plato. Entonces vino lo peor. Noté como mi espina se comprimía y cada una de las vértebras se descolocaba a causa de la presión. El resto de los apéndices siguió, dejando mi cuerpo completamente irreconocible.
Me hubiera gustado haber escrito aquella carta a mi mujer, y enviarle un fuerte abrazo a mi hija antes de haber muerto. Pero sobre todo, me hubiese gustado hacer caso a Damián.
FIN